miércoles, 10 de junio de 2009

Operación Masacre

La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana....
Hay un fusilado que vive. No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga. Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana. Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto. Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de “las suaves, tranquilas estaciones”.....
Una de mis preocupaciones, al descubrir y relatar esta matanza cuando sus ejecutores aún estaban en el poder, fue mantenerla separada, en lo posible, de los otros fusilamientos cuyas víctimas fueron en su mayoría militares. Aquí había un episodio al que la Revolución Libertadora no podía responder ni siquiera con sofismas. Ese método me obligaba a renunciar al encuadre histórico, en beneficio del alegato particular. Se trataba de presentar a la Revolución Libertadora, y sus herederos hasta hoy, el caso límite de una atrocidad injustificada, y preguntarles si la reconocían como suya, o si expresamente la desautorizaban. La desautorización no podía revestir otras formas que el castigo de los culpables y la reparación moral y material de las víctimas. Tres ediciones de este libro, alrededor de cuarenta artículos publicados, un proyecto presentado al Congreso e innumerables alternativas menores han servido durante doce años para plantear esa pregunta a cinco gobiernos sucesivos. La respuesta fue siempre el silencio. La clase que esos gobiernos representan se solidariza con aquel asesinato, lo acepta como hechura suya y no lo castiga simplemente porque no está dispuesta a castigarse a sí misma. Las ejecuciones de militares en los cuarteles fueron, por supuesto, tan bárbaras, ilegales y arbitrarias como las de civiles en el basural. Los seis hombres que al mando del coronel Yrigoyen pretendieron instalar en Avellaneda el comando de Valle y a quienes se capturó sin resistencia, son fusilados en la Unidad Regional de Lanús en la madrugada del 10 de junio. El coronel Cogorno, jefe del levantamiento en La Plata, es ejecutado en los primeros minutos del 11 en el cuartel del regimiento 7. El civil Alberto Abadíe, herido en la refriega, es previamente curado. Recién el 12 al anochecer está maduro para el pelotón, que lo enfrenta en el Bosque. El 10 de junio a mediodía son juzgados en Campo de Mayo los coroneles Cortínez e Ibazeta y cinco oficiales subalternos. El tribunal presidido por el general Lorio resuelve que no corresponde la pena de muerte. El Poder Ejecutivo salta olímpicamente sobre la “cosa juzgada” y dicta el decreto 10.364 que condena a muerte a seis de los siete acusados. La orden se cumple a las 3.40 de la madrugada del 11 de junio, junto a un terraplén. Al mismo tiempo se fusila en la Escuela de Mecánica del Ejército a los cuatro suboficiales que momentáneamente la habían tomado, y en la Penitenciaría Nacional a tres suboficiales del Regimiento 2 de Palermo, presuntamente “complicados”. Tiempo después hablé con la viuda de uno de ellos, el sargento músico Luciano Isaías Rojas. Me confió aquella noche del levantamiento su marido había dormido con ella en su casa. El 12 de junio se entrega el general Valle, a cambio de que cese la matanza. Lo fusilan esa misma noche. Suman 27 ejecuciones en menos de 72 horas en seis lugares. Todas ellas están calificadas por el artículo 18 de la Constitución Nacional, vigente en ese momento, que dice: “Queda abolida para siempre la pena de muerte por motivos políticos”. En algunos casos se aplica retroactivamente la ley marcial. En otros, se vuelve abusivamente sobre la cosa juzgada. En otros, no se toma en cuenta el desistimiento de la acción armada que han hecho a la primera intimación los acusados. Se trata en suma de un vasto asesinato, arbitrario e ilegal, cuyos responsables máximos son los firmantes de los decretos que pretendieron convalidarlos: generales Aramburu y Ossorio Arana, almirantes Rojas y Hartung, brigadier Krause.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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